#ElPerúQueQueremos

Balas perdidas (5)

Publicado: 2011-12-14

Ajuste de cuentas (con uno mismo)

A medias roman à clef, a medias bildungsroman, ‘País sin nombre’ (Mesa Redonda, 2011) es el debut novelístico del poeta José Rosas Ribeyro, conocido sobre todo por su estupendo poemario ‘Curriculum Mortis’ (1985; hay un pequeño lote de ejemplares redescubiertos que se puede encontrar en Librería Inestable).

La novela funciona como una suerte de visión de parte de una época, entre los sesenta y setenta, donde las militancias políticas y poéticas eran los tránsitos naturales de eso que hoy se llama “lo publico” y “lo privado”. Así, como telón de fondo del descubrimiento vocacional, las ansias revolucionarias y el despertar hormonal de Javier Rosales Riquelme -el evidente alter ego del autor-, vemos pasar los procesos sociales peruanos apenas maquillados, como la instalación de la dictadura militar de Velando o las veleidades del partido arpista; junto a eventos propios de la movida literaria de la época, como la creación del grupo Nueva Era (anunciada en la revista ‘Máscaras’) o el nacimiento de la poesía del cuerpo a partir de la edición que Rosales y Elmer Bustos hacen de una poeta suicida llamada María. Como dice el disclaimer inicial: “…toda similitud con personajes, hechos y lugares reales es pura coincidencia”. En fin.

Ya en este punto podemos mencionar un primer apunte crítico: la novela de JRR nunca alcanza la autonomía suficiente como para que nos podamos desasir del correlato de realidad al que continuamente alude, razón por la que creemos que hubiera sido más provechoso evadir la excusa ficcional. Esto podría ser un problema de lectura, pero el autor pone mucho de su parte en ello: tal vez la resistencia confesa que JRR tiene por el narrador omnisciente lo obliga a insistir en una visión unívoca, lo que torna a la novela plana (Bolaño salvó el escollo al hacer polifónica la segunda parte de ‘Los Detectives Salvajes’); la fruición por el anecdotismo es, por decir algo suave, incontinente (522 páginas); y la poca pericia técnica del autor termina por reforzar la sensación de que ‘País sin nombre’, más que una novela, pudo ser una buena memoria, si existiese la costumbre de hacerlas.

No es que confundamos realidad con ficción, pero no podemos dejar de señalar el efecto paródico del recurso. No sirve de nada, como le exigía Eliot a los críticos, que éstos juzguen a una obra por lo que no quiso ser, pero la excepción aquí parece justificada: ¿por qué llamar Verdejo a Vallejo y parafrasear malamente sus versos? ¿Tiene algún sentido literario decir que el famoso verso de María Emilia Cornejo no es “soy la chica mala de la historia” sino “la chica pérfida” con el único fin de mantener la verosimilitud interna, la cohesión ficcional?

Otro problema tiene que ver con la ambición. Cualquier novela que exceda el medio millar de páginas está condenada a ser magnífica, pues no se entiende otra razón para privar al lector de ese hermoso recurso que es la economía de lenguaje. En cambio, en ‘País sin nombre’ nos encontramos con cambios temporales caprichosos que no responden a una estructura pero que sirven para crear largas digresiones sobre lo que el autor piensa del mundo; metáforas dudosas, como aquella que compara a un hombre durmiendo en la cama con un “taco mexicano bien caliente” (defecto grave en tanto la buena poesía de JRR prometía una prosa más atildada, expresiva y musical); y serios problemas al momento de plasmar la oralidad, como cuando se le hace decir a un personaje que la comida nacional es “para chuparse los dedos” o a otro que lo acompañe “sin chistar”. Finalmente, el espíritu de fabulación es contradictorio: el autor no ha tenido problemas para desarrollar los episodios más nimios, en cambio, nos regala de vez en cuando hartazgos como éste: “Después, hablamos de algo más pero ya no me acuerdo de qué y me da una enorme pereza inventar ahora un diálogo adecuado para la escena”.

La novela repunta, en cambio, cuando la voz se detiene en los procesos emocionales para ahondar en algo que aún no está suficientemente literarizado: la educación emocional de la época. En algún momento de los setenta en ese país sin nombre tan parecido al Perú se mezclaron demasiadas corrientes a la vez: marxistas y maoístas duros con guerrilleros románticos guevaristas, militares revolucionarios con represivos, sindicalistas y diletantes, beats y hippies, migrantes y criollos, etc. La gran historia que aún no se cuenta y que aquí se vislumbra tiene que ver con esos humores y calores, con ese juego emocional y sentimental detrás de las ideologías. Los personajes masculinos que hubieran podido crear estas dinámicas, sin embargo, no están del todo desarrollados, ya que el autor apuesta solo por uno, adivinen quién. Aún así, ‘País sin nombre’ tiene el raro acierto de crear un puñado de secundarios femeninos memorables, como Magda, La Chola y Carolina, que bien pueden figurar en una antología del amor revolucionario junto a la Tamara Fiol de Gutiérrez.

‘País sin nombre’, en el balance final, es un producto narrativo poco convincente. No podemos dejar de pensar, de todas formas, qué hubiera sido del libro con 200 páginas menos y un buen editor. (Jerónimo Pimentel)

[José Rosas Ribeyro, País sin nombre (2011). Grupo Editorial Mesa Redonda. Relación con la editorial: ninguna. Relación con el autor: cordial].

Esa fuente existe

La primera etapa de la obra poética de Sonia Luz Carrillo (Lima, 1948) se inicia con Sin nombre propio (1973) y llega hasta Tierra de todos (1989) abarcando cuatro libros en total (los otros son …Y el corazón ardiendo, de 1979, y La realidad en cámara oscura, de 1981). No hay diferencias significativas entre estos volúmenes: se trata de una poesía en arte menor, de ínfulas contestatarias, intermitentemente progre, panfletaria en sus peores momentos (como su poema Concurso de belleza, que acaba así: “Ha salido ganador / el ejemplar / que se asemeja / al prototipo que impone la metrópoli. / Dentro de poco/ será exhibido/ en el circo de Bob Hope / allá, en el Vietnam”) y a la vez con pasajes hogareños, líricos e introspectivos que intentan atenuar cierta sensiblería recurrente con una ironía que en el mejor de los casos puede resultar simpática (“Dime Safo, / tú que también fuiste hembra / e intentabas poesía / ¿Fuiste también tenida / en bello / apetecible / gran estorbo?”).

La segunda etapa de la obra de Carrillo se inicia con Las frutas sobre la mesa (1998), que, sin llegar a las alturas de otros compañeros de promoción setenteros, es sin duda su mejor libro, bastante menos ingenuo y expresivamente más cuajado que sus poemarios anteriores. Carrillo deja de lado sus veleidades revolucionarias y realiza un correcto ejercicio de autoconocimiento al que no escapa su trabajo con la palabra ni el arreglo de cuentas con el pasado:“A tiempo nos pusimos a distancia / de discursos envejecidos por los acontecimientos”. Trece años después Sonia Luz Carrillo entrega Callada fuente(2011), libro que constituye su vuelta al ruedo luego de la tentativa de reformulación temática que significó Las frutas sobre la mesa.

La primera impresión que tengo es que en este libro asistimos, por decirlo de alguna manera, a una parcial blancavarelización. El primer poema –uno de los mejores que ha escrito Sonia Luz Carrillo, sin duda- recuerda a la poeta de Canto villano por su estilo, su ácida ironía, sus símbolos: “Cría cuervos / Amamanta / Sus pliegues, sus dobleces // Nada de lo que hagas / Tiene garantía alguna / De ser útil o perfecto // Cría pacientemente / estos inútiles objetos / hasta que te saquen // Las pupilas llenas de asombro”. Esta impresión se repite en varios otros poemas, como Partida, Frente al pacífico u Ojos de ver, que, sin ser necesariamente logrados, comparten similares características.

Luego del primer poema el encanto se rompe rápidamente. Nos encontramos con varias fórmulas eficazmente empleadas, con poemas que se contentan con estar bien escritos, con apuntes que quieren ser poemas con trascendencia y rotundidad y se agotan en el intento (“Largo café / bebido en honor / del instante huidizo // Ingenio / de las frases // Emoción apresada // Conceptos macerados // Conciencia de lo inasible”), y con textos inapelablemente fallidos, como aquellos donde la poeta nos sermonea sobre los males de la era digital (“Oponer el pulgar/ no basta. / Se sabe / desde antiguo (…) Oponer el pulgar no basta / Frente al aparato / que clama respuesta / que solo pide el dedo pulgar / sumiso / inconsciente / obediente / no basta oponer el pulgar”; “Alguien llama, comenta su soledad / Alguien envía un correo / sobre su soledad / Alguien proclama en el ciberespacio su soledad (…) Escribo a solas / Me encuentro entre páginas / escribo / a solas / la palabra / libertad”. ).

Pero lo que más afecta el buen desarrollo del libro es el problema que ha padecido Carrillo desde su libro debut: su nulo interés por emprender una búsqueda estilística personal, su terca convencionalidad, su preferencia por adquirir oficio más que por arriesgar una evolución. Después de la búsqueda de certezas luego de tres décadas de dudas que representó para Carrillo Las frutas sobre la mesa, en Callada fuente ha terminado por elegir –o más bien refrendar- el conservador camino de lo conocido, de lo inofensivo, de lo estipulado de antemano. Por ello, aunque es bastante mejor que sus libros de los años setentas y ochentas, Callada fuente es un paso atrás en la obra poética de Sonia Luz Carrillo, luego de su poemario anterior, mucho más fresco y auténtico. (José Carlos Yrigoyen)

[Sonia Luz Carrillo, Callada Fuente (2011). Paracaídas editores. Relación con la editorial: ninguna. Relación con el autor: ninguna].


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