Guía Súmmum de la Corrupción
Y un breve repaso histórico al darwinismo culinario peruano
La ruta del sabor tendría que incluir algunas paradas de rigor. Primero, la Costanera 700 de Humberto Sato, un favorito del ex presidente que popularizó la yuca y el bacalao. De las reparadoras facultades de su chita a la sal puede dar fe el ex desahuciado José Enrique Crousillat. Pero antes, un sabroso entremés: unas conchas negras para sacarle punta al lápiz en el restaurante chiclayano Fiesta. Ya hablamos de él en un post anterior, pero el clásico cebiche caliente en el salón Mantilla amerita repetir el plato. El tour no puede seguir sin una infaltable visita a La Bonbonniere de San Isidro. Hasta Alberto Quimper se dio una escapada de su casa en Miraflores con tal de probar uno de sus célebres bizcochos. Y de paso ir al baño. Finalmente, Brujas de Cachiche. Cebiche todos los días del año y sours de todo calibre. Donde nadie puede quedarse solo y sin mesa, a decir de Omar Chehade, protagonista de un peculiar entripado culinario.
Por supuesto, la ruta está incompleta y trasciende al comepollo o al comeazúcar (¿la multiplicación de los panes de Canaán fue en el Perroquet o en el bar inglés?). Luego de leer el libro La Academia en la Olla. Reflexiones sobre la comida criolla (USMP, 1995), está claro que el fenómeno es de larga data. ¿De cuando Odría ganó las elecciones repartiendo azúcar, pan y frejoles en la barriada, como recuerda Antonio Cisneros? Antes. Incluso más allá de Felipe Adán Mejía, Rosita Ríos y Manuel Atanasio Fuentes. Más o menos de cuando la iconografía Moche demostró cómo una cultura sensualizaba a la otra a través de potajes. Allí están los huacos que representan uñas de cangrejo y escargots. Langosta, cangrejo, calamar, corvina, lenguado, pulpo, conchas negras, pez espada, lobos marinos, taruca, sajino. Todo con tal de no ser exterminado.
Porque ésa es una de las conclusiones del libro: que nuestro celebrado mestizaje no es más que una darwiniana adaptación a las circunstancias. Una lección de acomodamiento a partir de lo que hay. Una seguidilla de banquetes para congraciarse con el de arriba. Los indios con el Inca (maíz, papa), los incas con los conquistadores (llamas cargando alforjas repletas), los peruanos con los chilenos (vino). Siempre hubo holganza de comida en las casas solariegas.
De cuando en cuando había comilonas en la casa cuzqueña del padre de Garcilaso de la Vega, el conquistador homónimo y padre del mestizo. El que recibía a Pizarro y Carbajal con las manos llenas. Esta es una historia de sobrevivencia a partir de las sobras y de arte hecho del desperdicio. El tacu tacu, los anticuchos de corazón. Es el relato de ese pueblo borracho a punta de cañazo que divisó Darwin en 1850.
Pero, sobre todo, es la constante certeza, repetida una y otra vez, de que el milagro de San Martín de Porres es laico. Porque si algo sabe hacer el peruano es dividirse. Pero, a la hora del bitute, todos almuerzan tranquilamente de un mismo plato. Perro, pericote y gato. Porque como dijo el héroe Quiñones, los peruanos tenemos derecho a comer rico.
Carlos Cabanillas