Por Debajo de la Mesa
¿Quién corta el jamón mientras cortamos alegremente el salame?
Todo intento por cuestionar la diversidad que se sienta a la mesa recibe arroz a granel. Es comprensible. Si algo ha logrado la gastronomía es convocar –al menos en el discurso- a la unión de los intereses particulares. Si la política es disenso y atomización, la gastronomía se presenta como reconciliación y comunión. El desprestigio de la primera como agente de articulación y cohesión social tiene en la segunda su contraparte esperanzadora. El punto de quiebre parece haber ocurrido entre 1984 y 1994. Quien haya entrevistado a los protagonistas de la feria Mistura puede darse cuenta de lo mucho que sus historias se parecen entre sí. Sus canastas familiares colapsaron por la inflación, los despidos masivos los dejaron en la calle y el terrorismo los terminó de arrojar a la informalidad. Como la mayoría tenía buen paladar –y era la comida lo que más escaseaba- se dedicaron a llevar a la vereda sus platillos caseros. No más pan popular ni leche Enci. Veinte años después, tienen la capacidad para pagar S/. 30 mil por el alquiler de un stand en la feria y servir mil porciones diarias durante diez días. Evidentemente, no quieren saber nada del gobierno ni de cualquier tema que suene a política.
Felipe Osterling (PPC) y Gastón Acurio (AP) no merecerán el reconocimiento de una ciudadanía siempre ajena a la desprestigiada labor legislativa. Pero sí sus hijos. Los descendientes de familias como Berckemeyer o Piqueras ya no buscan continuar la tradición de manejar alguna embajada o una curul. Ahora prefieren colgarse el prestigioso mandil de chef.
La gastronomía ha demostrado su fabuloso poder productivo y económico. Pero, ¿quién corta el jamón mientras cortamos alegremente el salame? El riesgo de extrapolar el armonioso discurso culinario a todo un país es cubrir con un velo (o un mantel) lo que sucede por debajo de la mesa. Porque la política peruana subsiste, aunque nos pese, al igual que los conflictos y fricciones sociales.
La imagen de un Perú gourmet es la de un país multicultural y atemporal que invisibiliza sus conflictos. Un súmmum de diversidad sin perspectiva histórica. Una mesa redonda donde nadie se sienta a la cabecera. Basta una mirada al comercial de la Marca Perú para ver un discurso que omite las fricciones históricas que hicieron posible la misma gastronomía que se festeja. ¿Y cuál es el problema? se preguntan los comensales con la boca llena. Son varios. En primer lugar, que la arcadia post colonial de Perú, Nebraska, corre el riesgo de celebrar una diversidad apolítica y, entonces, ficticia. Un mismo agricultor puneño puede ser considerado un artista en el cultivo del café y un salvaje electarado a la hora de las urnas. Se aplauden las expresiones musicales, culinarias y deportivas de artistas provincianos como Magaly Solier. Pero pobre de ella si decide hablar de política. En segundo lugar, el peligro es naturalizar, validar e incluso glamourizar fenómenos como la esclavitud. No nos sorprende, por ejemplo, que Teresa Izquierdo haya muerto como la cocinera de la misma familia para la que cocinó su madre y su abuela. O que el talento de Javier Wong sea el resultado de la inmigración de culíes.
Pero hay otro problema en esa visión ahistórica. Una mirada al pasado puede develar el rol crucial que ha tenido la comida a la hora de la manipulación, el populismo y la demagogia. Muchas de las bases chapistas se consiguieron reclutando niños por un plato de picada. Y pocas promesas tan efectivas como el pan con libertad para justificar los dolorosos y traumáticos reacomodos. Pero nada nos duele demasiado, y cada golpe parece ser solo un aperitivo, como recuerda González Prada, porque “desde las azotaínas chilenas se nota en el país una furiosa rabia de comer”. Mientras las masas eran compradas a granel, las élites eran sensualizadas a través de los banquetes. Durante las últimas elecciones presidenciales –creación heroica- las unas aprendieron a manipular a las otras directamente a través de canastas sanisidrinas.
El aceite extra virgen de la gastronomía ha servido para lubricar socialmente las asperezas de cualquier autoritarismo. Allí están los banquetes que los Miró Quesada le ofrecían a Sánchez Cerro, la parrillada en la Diroes, el pisco con butifarra y las corvinas fritas nadando en su limón. El ensayista lo explicó mejor a inicios del siglo pasado: “abundan hombres que teniendo una copa de vino y un churrasco, viven dichosos sin importarles nada que un bárbaro de charreteras nos desplume y nos abalee ni que otro bárbaro de tiros cortos nos desnude y nos ahogue en una pila de agua bendita”.
Toda oposición puede disolverse en un buen potaje, y todo disenso se resuelve con una buena comida. Lo supieron líderes políticos como Haya de la Torre o Agustín Mantilla (hay que ir al Chelsea de los Mantilla, extraordinario restaurante trujillano). Como dijo Antauro Humala, la mesa está servida.
Carlos Cabanillas